lunes, abril 07, 2003

No pierda usted tiempo y vaya ahora a la página El buscador de cabezas, del excelente escritor Antonio Ortuño, donde encontrará cualquier cantidad de textos que por lo regular siempre dan en el blanco.

(Inserción pegada)

El Impulso de la Inspiración

Este breve ensayo ha sido ya publicado hasta la saciedad: originalmente en la revista El Zahir (aquí debería venir un enlace a la página de dicha revista, pero no sé si Baudelio Lara concretó el proyecto por el que pidió un subsidio o todo haya terminado en la compra de sacos de cemento para terminar su mansión), luego en el suplemento Domingo de Vallarta Opina MILENIO y ahora aquí.



El diccionario Webster dice que Inspiración es “un impulso creativo, urgente, incitante, especialmente cuando se manifiesta en altos logros artísticos”. Lo que no dice —y no sé si debamos suponerlo— es si ese “impulso” pueda ser de cualquier índole: desde ponerle en la mano el lápiz al pupilo y ayudarle a escribir las primeras letras (El hombre del traje gris cruza la calle cuando, etcétera —por ejemplo), empujándolo, subido él en la avalancha (entiéndase: carro deslizador marca registrada), hacia el desfiladero más cercano o, incluso, hasta intentar agredir a su santa madre si no escribe. Son impulsos, qué le va uno a hacer.
Pero, ¿de dónde diablos viene ese impulso? Podríamos ensayar tres distintos lugares de procedencia. Uno, el más sencillo, el más común quizá: el que proviene de otra persona. De alguien que nos anima, nos fastidia, nos complace, nos deleita, que nos provoca, que nos empuja al barranco, que nos sube al bungee jump. Ahí estuvo el impulso, pero no lo es todo, pero sí gran parte: como cuando nos subimos al columpio, tres buenos empujones servirán para que el principio sea menos difícil y la estancia en los aires más placentera (ahora, justo en este momento, recibo un “impulso” y quiero poner aquí que la palabra placentero-placentera procede de placenta: lugar en el que uno pasa los mejores meses de su vida, pero que por un impulso tuvo que abandonar. Un impulso, también, me hace considerar la anterior aseveración como cierta, aunque no lo sea. Y asumo las consecuencias).
Dos: el que proviene de un ser inanimado, de un ser sin alma. Piedra, tijera o papel. O cualquier otra cosa. Está uno sentado, apenas estiradas las piernas, manos libres, el sol, el aire, árboles y cocuyos y pasa una concha de mar, movida por el aire, arrastrándose por entre el pasto verde de la primavera. Órale. Ya estuvo que el asunto dará para —por lo menos— un par de sensibleros poemas que pongan en evidencia la lógica de las cosas que puede uno encontrarse en los lugares. Otra vez el impulso.
Tres: el que proviene de la zona privada de uno mismo. Sabemos que el individuo tiene una zona pública, que es la que vemos, la que admiramos o denostamos. La pancarta que llevamos al aire en la manifestación y que será la responsable de que se nos unan o nos apedreen. Lo de afuera, lo público, nuestro cuerpo, es lo que le llega a gustar a alguien. Así, si alguien te gusta, después ya no te gusta y ya. Pides Coca, sino Pepsi. El problema es cuando ya no solo te gusta, sino que te enamoraste, es decir: cuando pasaste de lo público-el gusto-el cuerpo, a lo privado-el enamoramiento-el alma. Le gusta a uno el cuerpo, se enamora uno del alma, pero no al revés. Pero ese es otro cantar. Vuelvo: el individuo tiene una parte privada, dentro de sí que es donde se encuentra un mundo de imágenes navegando en el éter de la inconsciencia y que no salen más que por un impulso que, en muchos casos, viene a provocar el ocio.
Dice Pablo Fernández Christlieb que “en el individuo se ha utilizado la zona privada para endosarle lo incontrolable, para adjudicarle las criaturas indomeñables del espíritu”. Y es precisamente de ahí de donde viene el impulso creativo, de esa zona irracional. Aquí no viene el impulso de un extraño, ni de un objeto, sino de uno mismo, del interior individual. Y agrega Pablo Fernández: “En el caso de la interioridad individual, uno se persuade de la belleza de sus propias imágenes, y aprende, o se le ocurre, algo nuevo”. Se le ocurre a uno ponerse a crear algo (escribir, pintar, componer) debido al impulso de las imágenes que uno trae dentro y quieren salir. Los signos que parecían ininteligibles y que uno trazó apenas al borde de una conversación, mientras el café se enfriaba, ahora son garabatos que, dibujados con un poco de inteligencia, o, por lo menos, sentido común, perfilan una historia jamás contada en la historia misma de la humanidad. Un impulso nos hace ir tras el arcón que nunca hubiésemos querido abrir —por flojera, por apatía, por descuido quizá— y que contiene al mapa de un tesoro enterrado al fondo, muy al fondo de algún lugar. Una posibilidad es escarbar, la otra, no hacerlo. La pala, inerte, acecha.

II.
El escritor frente a la hoja en blanco o frente a la pantalla de la computadora, sin ningún carácter impreso aún (en un caso extremo —que los hay— frente a la mujer a la que le serán dictadas las palabras). El escritor, el individuo que recibe un “impulso”, el creador en marcha, se encuentra en estado de Inspiración. Está ya recibiendo un impulso, el impulso, y ha decidido dejarse. Tiene entonces una —o varias— visión instantánea de imágenes que transformará en discurso.
Vladimir Nabokov, hablando de la Inspiración, dice que “si de algún modo se pudiera clarificar este raro y delicioso momento, la imagen sería un débil resplandor de detalles precisos, y la parte verbal sería un vuelco de palabras emergentes”.
Porque mientras hay una oscuridad total en la que nos afanamos en ver —o quizá ni siquiera eso— por algún motivo se enciende la luz y por unos instantes vemos todo con una claridad envidiable.
Y la Inspiración le puede llegar a un guarura de la PGR y ¿qué hace con ella? Vio algo, sintió algo, pero no sabe qué hacer. O a un rebelde checheno, fusil en mano, en una árida región rusa. La abeja se para en una margarita de plástico y deja en ella el polen ansioso que ansioso se quedará. La Inspiración, como el polen, fecunda a lo que se deja. ¿Qué resultados tendremos? No se sabe, depende del lugar en donde haya caído. El guarura, vestido todo de negro, va a la tienda, compra una botella de agua mineral, la agita y se la vacía encima a un perro que iba pasando. El cuadrúpedo no entiende, el guarura descansa. El rebelde checheno deja el fusil por un lado y escribe, en una hoja en blanco, un mensaje de paz (debo aceptar que esto último fue más bien un impulso cursi que no pude contener).
Pero el autor al que le ha llegado la Inspiración ya trabaja en lo suyo, mientras nosotros teorizábamos ociosamente. Lo estamos viendo trabajar, escribir, al ritmo que él mismo se impone. Digamos que el lugar en el que esté poco importa: así sea un oscuro café del centro de la ciudad, en una mesa circular de medio metro de diámetro, rodeado de mujeres seniles, o en medio de una laguna imaginaria, con cocodrilos, en un parque fuera de la ciudad. La extravagancia, ahora, no tiene mucha importancia. Lo que realmente importa es la relación del cerebro, que está recibiendo el impulso creativo y la mano que empuña el lápiz-la pluma-el plumón-el dedo que pica la tecla.
Y bueno, no hay tacha si el que escribe dice que no cree en la Inspiración, o que él nomás se sienta y escribe. Es parte de lo mismo.
El final es casi lógico, más que lógico, obvio y consecuente: la mano que rasura el aire se lanza, después del deleite del aspaviento, a prepararle la escena a una mujer que está de frente al punto de observación de una puesta de sol, que no verá, porque es ciega, razón que no impide que un impulso la haga esbozar una amplia sonrisa al final de la tarde.

DAVID IZAZAGA

Rondó



( Este cuentito, que fue publicado generosamente por Juan Domingo Argüelles en la revista Tierra Adentro, está dedicado a mis entrañables amigos Cuauhtémoc Vite y Maria Luisa Franco —Cuate y Mary—. Incluso también al pequeño Garek, al que no conozco, pero igual lo quiero.)



“Y ya deja de estar tocando ese piano, y también recoge esos mugrosos periódicos”, la oyó decir mientras intentaba prender otro cigarrillo. No le había dado ni siquiera tres fumadas cuando ella volvió a salir de su cuarto sólo para asomar la cabeza y gritar: “y ya no estés fumando, que no me dejas dormir”. Apagó el cigarro, resignado, se fue entonces a sentar en el sillón, recargando la cabeza en el respaldo y suspiró hondamente. Ya no recordaba todos y cada uno de los reclamos y las órdenes que la mujer le había dado en las últimas dos horas, el peso era mayor: eran años de estar soportando su carácter, sus reclamos, sus lastimeras lamentaciones, una bola de nieve que día a día se hacía más grande, una opresión en el pecho que le hacía difícil respirar. Pero ya estaba todo decidido, por eso su tranquilidad esta noche. El ligero esbozo de una sonrisa contenida cuando la mujer profirió su último ataque antes de ir a la cama tenía una justificación: él sabía que era esa su última queja, su epitafio. “¡Qué final, —murmuraba quedamente— qué final!, quejándote porque el humo del cigarro no te deja dormir. Pues de ahora en adelante dormirás todo lo que quieras y nadie te molestará”.
Ya sólo debía esperar a que ella durmiera profundamente, un sueño del que, sabía, no iba a despertar jamás. Se paró y fue hasta la cocina. Ahí estaba el vaso en el que había tomado ella su leche antes de acostarse. Todavía recordaba cómo le había gritado hace apenas unas horas, ahora le daba risa. Pero, ¿cómo le había dicho?
—“Ve a comprar la leche, animal, qué no ves que ya no hay. Sabes que si no la tomo no duermo, por eso te haces el inútil desentendido. Anda, ve ya”.
Y fue. Y en el camino llevó a cabo lo que tenía planeado ya desde hace varias semanas: después de comprar la leche se fue rápidamente al parque de la esquina, se sentó en una banca y mientras veía a los niños que daban vueltas en sus triciclos alrededor de la fuente, sacó entonces la jeringa y luego un pequeño frasco que contenía un líquido blanco. Antes de llenar la jeringa recordó lo que le había dicho el veterinario aquél, el día que compró el veneno: “Tenga mucho cuidado amigo, que con esa cantidad puede usted matar a una vaca”. Y él, con una satisfacción que no le cabía en el pecho, saboreando ya la libertad que veía muy cerca, le respondió: “Sí, es precisamente a una vaca muy grande a la que quiero sacrificar, sabe, ha sufrido ya mucho la pobre”. Y rió. Rió toda la tarde. Y reía ahora de nuevo, mientras terminaba de llenar la jeringa y luego, cuidadosamente, por un costado de la tapa de plástico rojo, inyectaba a la leche todo el líquido extraído antes del pequeño frasco.
Recordaba todo eso ahora, mirando el bote de leche casi consumido hasta la mitad. Salió de la cocina y dudó si entrar al baño o ya ir a asegurarse de que ella durmiera eternamente. En el baño tarareaba insistentemente una de sus piezas preferidas y mientras lo hacía le venía el recuerdo de su mujer, interrumpiéndolo cada que tocando el piano él llegaba justo a esa parte final de la pieza. ¿Cómo le decía?
—“Pero cómo eres imbécil. Sigue Do de nuevo y no Re, si es un rondó, idiota”.
Pero qué iba a saber ella de música, el caso era interrumpir, insultar. El maestro era él, qué iba ella a venir a enseñarle. Enojado, frunciendo el seño, entró azotando la puerta a la recámara en la que ya descansaba su mujer. Primero la vio de lejos, porque le pareció que respiraba, luego se fue acercando poco a poco, con mucho sigilo, y mientras lo hacía se acordó de que apenas ayer había entrado de manera similar a la recámara, en busca de su reloj que había olvidado en el buró juntó a la cama. ¿Cómo le había dicho?
—“Es el colmo contigo, con esas pisadas de mula cómo no me voy a despertar. Toda la noche en vela por culpa de tu maldito escándalo con el piano y cuando apenas quiero dormir un poco me despiertas, bueno para nada”.
La veía ahora más de cerca. Más todavía. Se atrevió incluso a sentarse al borde de la cama, se movió él, la movió a ella, y finalmente le puso un espejo cerca de las fosas nasales para asegurarse de que no respiraba. Luego se vio él en el espejo y alcanzó a reconocer una sonrisa que no conocía. Se sentía muy bien. Quien lo hubiera visto en ese momento, en lugar de creer tener frente a sí a un asesino hubiese asegurado estar frente a un enamorado.
Ya iba a salir de la recamara, pero miró cómo ella se encontraba destapada, así que regresó y con un cariño y cuidado inéditos la tapó y todavía le dio un beso que incluso le llegó a gustar mucho.
Ya en la sala, se dio cuenta de que, desde que estuvo en el baño, no había dejado de tararear mentalmente la pieza aquella. Se aproximó al piano y comenzó a tocar.
Nadie, quizá, lo escuchaba, pero era seguro que estaba tocando como nunca lo había hecho. Sus dedos parecían rejuvenecidos, más flexibles que nunca, sus ojos se daban el lujo de cerrarse por momentos prolongados y sólo tres veces llegó a echarle un distraído vistazo a la partitura. Llegaba al clímax, y lo sentía por todo su cuerpo. Hubiera querido que nunca se acabara aquello, pero todo tiene un final y ya se aproximaba. Ya quería oír, como en todo gran final que se precie de serlo, la corona de aplausos a su espalda. Un frío sudor le recorrió el cuerpo cuando escuchó
—Estúpido, era Do al final.

DAVID IZAZAGA