jueves, mayo 08, 2003

A este cuento le tengo mucho cariño, no sólo por el tema, sino porque me ha funcionado muy bien en las dos o tres ocasiones que me ha tocado leerlo en público. Se publicó en aqulla legendaria revista de nombre El Zahir y forma parte de un libro de cuentos, aún inédito, que lleva como título tentativo el de este blog. Por si fuera poco, está dedicada a mi tocayo favorito. Sea pues.


“Que entre Juanito”


A David Huerta

El sol le pegó en la cara casi al mismo tiempo que recibió la patada. Hubo tal coordinación que pareció, a la velocidad de razonamiento de Ramiro, una misma acción. La gente, expectante, contuvo por unos segundos la respiración hasta que un murmullo general se apoderó de las graderías. Ramiro estaba en el suelo y no podía ni siquiera abrir los ojos porque el sol se los cerraba. Mientras, en la cancha, don Juli se limitaba a ponerle la pomada de alcanfor, a “acomodarle” el hueso y (en silencio, en lo más hondo de sí y con todo el fervor del mundo) a pedirle a San Judas Tadeo que Ramiro pudiera levantarse y seguir jugando.
El entrenador estaba parado sobre la línea que divide la zona técnica del campo, ya había hecho una buena rabieta –con pataleos incluidos– en el momento en que la pierna del defensa tocó la rodilla de Ramiro, pero ahora, como casi todos, su próxima reacción dependía de lo que pasara con Ramiro. El marcador daba cuenta de sólo unos segundos, pero a todo mundo le parecían horas, decenios. Algunos jugadores permanecían en el lugar en que los había sorprendido la jugada y de ahí no se movían; otros, los menos, estaban cerca de Ramiro, sin pronunciar palabra. El entrenador sentía cómo, lentamente, las gotas de sudor le resbalaban por toda la cara y se dio cuenta que apretaba bárbaramente los puños hasta que con su propia uña se abrió una herida en la palma de la mano. Ya estaba pensando de dónde iba a sacar el dinero que le apostó y que –por supuesto– no tiene, al dueño de la fábrica donde trabaja.
En las gradas, del lado contrario al que cayó Ramiro, dos niños se paran a gritarle a su papá que se levante, mientras su esposa, con el otro niño en brazos, en medio de refrescos, cervezas y bolsas que guardan tortas (una, la más grande, es para Ramiro), ha despegado el pecho de la boca de su crío para esperar a ver que su esposo se levante. El niño llora y la madre lo haría de no ser porque sabe que se vería ridícula (quién le manda andarle apostando “el chivo” de la semana a su comadre).
Sólo unos cuantos chiflan y presionan al árbitro para que apure a Ramiro y se reanude el poco tiempo que le falta al partido. Los más permanecen callados y ahora respiran al mismo tiempo que ven a Ramiro incorporarse. El entrenador se limpia el sudor con la manga de la camisa y alcanza a medio sonreír. En la banca, el único jugador que queda es Juanito, pues cuando el partido es en domingo a mediodía como hoy (méndigas fiestas, piensa el entrenador), con trabajos y se ajustan los once. El mismo Juanito también respira más tranquilo cuando ve que Ramiro da algunos pasos.
El partido se reanuda, pero antes de que Ramiro pueda volver a tocar el balón, cae de nuevo. Ya no puede continuar, ni con todos los menjurjes, masajes y rezos que le echó encima don Juli, ni con las porras de sus hijos, ni con las ganas de su esposa, ni con las “animadas” que le da su entrenador (ándale, no seas cabrón, nomás faltan cinco minutos). No, ya no puedo, dice Ramiro, que entre Juanito. “Que entre Juanito”, retumba el eco no sólo en los oídos del entrenador, sino en los del mismo Juanito. “Que entre Juanito”, repite, lentamente Juanito, como saboreando cada letra al tiempo que la pronuncia para sí: “Que entre Juanito”. Y para Juanito el mundo le ha abierto una puerta que jamás pensó tocar, él que tanto admira a Ramiro, él que sólo iba a los partidos por ver a Ramiro, él que nunca pensó siquiera jugar, que se había hecho a la idea de, materialmente, calentar la banca, ahora ha escuchado cómo Ramiro le dijo al entrenador: “Que entre Juanito”. Él lo oyó y así fue, lo sabe, porque si alguien se lo hubiese contado no lo hubiera creído. “Que entre Juanito”. Y mientras vuelve Juanito a pronunciar la frase, el entrenador, sin voltearlo a ver, lo llama: “prepárate Juan, que vas a entrar”.
La gente que ve salir del campo a Ramiro casi se colapsa, saben que con él había siquiera esperanzas de romper el empate, pero ahora, con menos de cinco minutos de tiempo y sin nadie al frente, ya sólo queda esperar un milagro. Entretanto, Juanito sigue repitiendo la frase que no termina de asimilar: “Que entre Juanito”, repite mentalmente mientras apenas y hace algunos movimientos para desentumirse. El entrenador está pensando si no será mejor mandar a Juanito a la defensa, pero piensa que sería muy riesgoso, así que las instrucciones son precisas: “vete adelante”.
Cuando Juanito está en la línea, esperando la autorización del árbitro para entrar, la gente no da crédito, ¿Juanito va a jugar?, se preguntan, se miran unos a otros, pero no atinan a tener una expresión uniforme cuando Juanito entra en la cancha. El árbitro ordena que se reinicie el juego y Juanito sigue saboreando la frase que le ha dado sentido a este domingo que pintaba para ser como otros –“Que entre Juanito”– pero no, ahora el día, qué va, la vida es otra. “Que entre Juanito”. El entrenador ordena, dando gritos desde su banca, que todo el equipo defienda, menos Juanito, que se queda solo en la media cancha, con la desinteresada vigilancia del portero contrario que no le teme a un cojo.
La gente ya no grita, sólo quiere que se acabe el partido, por eso comienzan a chiflar. El entrenador suda, aprieta las quijadas y se lamenta de haberle dado el empate a su jefe en la apuesta, pero es que tenía tal certeza del triunfo que... es más, si Ramiro no se hubiera lastimado está seguro que ya hubiera metido otro gol. Si metió cinco, en lo que faltaba, seguro metía otro. Y eso mismo piensa Ramiro, tirado junto a la banca, mirando cómo su equipo se defiende de las llegadas de sus rivales.
Mientras, Juanito se deshace en gritarles a sus compañeros, desde la media cancha, que le manden el balón, pero cada que alguno lo recupera e intenta, no precisamente dárselo a Juanito, sino mandarla lejos, llega un rival y la recupera. En el campo de juego hay un silencio muy extraño, desconocido, como aquel que antecede a un acontecimiento que no estaba escrito, sino que comienza a escribirse encima del que existía. Faltan segundos para que todo acabe, ya todo está resuelto, ya nadie apela a que suceda algo distinto que no sea el silbatazo del árbitro para ponerle fin al partido. El entrenador se ha relajado, como aceptando la consumación de un hecho que no tiene más remedio. Ramiro intenta ocultar las lágrimas que le brotan con el sudor que todavía corre por su cara. Su esposa está recogiendo las cosas y gritándole a los chiquillos para que se alisten a bajar las gradas e irse los más rápido posible. Un tiro fuerte de un jugador termina en las manos del portero que despeja con todo su rencor. “Que entre Juanito”, está repitiendo Juanito cuando ve que el balón viene hacia él. “Que entre Juanito”. El portero no sabe si quedarse en su área o salir a enfrentar al cojo. “Que entre Juanito”. La gente contiene la respiración. Juanito comienza a correr hacia la portería cuando ve que el balón no hace por bajar. El portero finalmente se decide a salir: “no me la va a ganar el pinche cojo”, piensa. Hay un silencio en todo el campo que permite oír perfectamente los pujidos del esfuerzo que hace Juanito al correr por el balón. Juanito piensa que ésta es la oportunidad que toda la vida ha esperado. “Que entre Juanito”. Todo mundo lo observa, pero eso no importa, Ramiro, que dijo que entrara, lo está viendo. El balón viene bajando. Juanito corre y el portero se aproxima. La gente no se mueve, podría incluso escucharse el zumbido de una mosca. Parece que el portero llegará primero, pero ya sabemos que las apariencias siempre engañan y además Juanito, al tiempo que repite, ahora en voz alta, “Que entre Juanito” da un espectacular salto, empujándose con su pierna buena, para alcanzar a ganarle al portero el balón y pegarle con una fuerza que nunca ha tenido. Ahora ambos están en el suelo, un segundo antes han tenido un tremendo choque, pero ya no se acuerdan y los dos, tirados, voltean hacia la portería y ven, al igual que todos, como el balón, que en última instancia fue empujado por la pierna mala de Juanito, viene bajando de nuevo. Juanito no ve la portería, sino que voltea hacia donde está Ramiro. “Que entre Juanito”. El entrenador contiene la respiración y dice en silencio, como suplicando “que baje el balón, que baje...”. El portero quisiera atajar el balón con la vista. “Que entre Juanito”. El balón va como en cámara lenta, bajando, bajando. “Que entre Juanito...”.

DAVID IZAZAGA