lunes, abril 07, 2003

Rondó



( Este cuentito, que fue publicado generosamente por Juan Domingo Argüelles en la revista Tierra Adentro, está dedicado a mis entrañables amigos Cuauhtémoc Vite y Maria Luisa Franco —Cuate y Mary—. Incluso también al pequeño Garek, al que no conozco, pero igual lo quiero.)



“Y ya deja de estar tocando ese piano, y también recoge esos mugrosos periódicos”, la oyó decir mientras intentaba prender otro cigarrillo. No le había dado ni siquiera tres fumadas cuando ella volvió a salir de su cuarto sólo para asomar la cabeza y gritar: “y ya no estés fumando, que no me dejas dormir”. Apagó el cigarro, resignado, se fue entonces a sentar en el sillón, recargando la cabeza en el respaldo y suspiró hondamente. Ya no recordaba todos y cada uno de los reclamos y las órdenes que la mujer le había dado en las últimas dos horas, el peso era mayor: eran años de estar soportando su carácter, sus reclamos, sus lastimeras lamentaciones, una bola de nieve que día a día se hacía más grande, una opresión en el pecho que le hacía difícil respirar. Pero ya estaba todo decidido, por eso su tranquilidad esta noche. El ligero esbozo de una sonrisa contenida cuando la mujer profirió su último ataque antes de ir a la cama tenía una justificación: él sabía que era esa su última queja, su epitafio. “¡Qué final, —murmuraba quedamente— qué final!, quejándote porque el humo del cigarro no te deja dormir. Pues de ahora en adelante dormirás todo lo que quieras y nadie te molestará”.
Ya sólo debía esperar a que ella durmiera profundamente, un sueño del que, sabía, no iba a despertar jamás. Se paró y fue hasta la cocina. Ahí estaba el vaso en el que había tomado ella su leche antes de acostarse. Todavía recordaba cómo le había gritado hace apenas unas horas, ahora le daba risa. Pero, ¿cómo le había dicho?
—“Ve a comprar la leche, animal, qué no ves que ya no hay. Sabes que si no la tomo no duermo, por eso te haces el inútil desentendido. Anda, ve ya”.
Y fue. Y en el camino llevó a cabo lo que tenía planeado ya desde hace varias semanas: después de comprar la leche se fue rápidamente al parque de la esquina, se sentó en una banca y mientras veía a los niños que daban vueltas en sus triciclos alrededor de la fuente, sacó entonces la jeringa y luego un pequeño frasco que contenía un líquido blanco. Antes de llenar la jeringa recordó lo que le había dicho el veterinario aquél, el día que compró el veneno: “Tenga mucho cuidado amigo, que con esa cantidad puede usted matar a una vaca”. Y él, con una satisfacción que no le cabía en el pecho, saboreando ya la libertad que veía muy cerca, le respondió: “Sí, es precisamente a una vaca muy grande a la que quiero sacrificar, sabe, ha sufrido ya mucho la pobre”. Y rió. Rió toda la tarde. Y reía ahora de nuevo, mientras terminaba de llenar la jeringa y luego, cuidadosamente, por un costado de la tapa de plástico rojo, inyectaba a la leche todo el líquido extraído antes del pequeño frasco.
Recordaba todo eso ahora, mirando el bote de leche casi consumido hasta la mitad. Salió de la cocina y dudó si entrar al baño o ya ir a asegurarse de que ella durmiera eternamente. En el baño tarareaba insistentemente una de sus piezas preferidas y mientras lo hacía le venía el recuerdo de su mujer, interrumpiéndolo cada que tocando el piano él llegaba justo a esa parte final de la pieza. ¿Cómo le decía?
—“Pero cómo eres imbécil. Sigue Do de nuevo y no Re, si es un rondó, idiota”.
Pero qué iba a saber ella de música, el caso era interrumpir, insultar. El maestro era él, qué iba ella a venir a enseñarle. Enojado, frunciendo el seño, entró azotando la puerta a la recámara en la que ya descansaba su mujer. Primero la vio de lejos, porque le pareció que respiraba, luego se fue acercando poco a poco, con mucho sigilo, y mientras lo hacía se acordó de que apenas ayer había entrado de manera similar a la recámara, en busca de su reloj que había olvidado en el buró juntó a la cama. ¿Cómo le había dicho?
—“Es el colmo contigo, con esas pisadas de mula cómo no me voy a despertar. Toda la noche en vela por culpa de tu maldito escándalo con el piano y cuando apenas quiero dormir un poco me despiertas, bueno para nada”.
La veía ahora más de cerca. Más todavía. Se atrevió incluso a sentarse al borde de la cama, se movió él, la movió a ella, y finalmente le puso un espejo cerca de las fosas nasales para asegurarse de que no respiraba. Luego se vio él en el espejo y alcanzó a reconocer una sonrisa que no conocía. Se sentía muy bien. Quien lo hubiera visto en ese momento, en lugar de creer tener frente a sí a un asesino hubiese asegurado estar frente a un enamorado.
Ya iba a salir de la recamara, pero miró cómo ella se encontraba destapada, así que regresó y con un cariño y cuidado inéditos la tapó y todavía le dio un beso que incluso le llegó a gustar mucho.
Ya en la sala, se dio cuenta de que, desde que estuvo en el baño, no había dejado de tararear mentalmente la pieza aquella. Se aproximó al piano y comenzó a tocar.
Nadie, quizá, lo escuchaba, pero era seguro que estaba tocando como nunca lo había hecho. Sus dedos parecían rejuvenecidos, más flexibles que nunca, sus ojos se daban el lujo de cerrarse por momentos prolongados y sólo tres veces llegó a echarle un distraído vistazo a la partitura. Llegaba al clímax, y lo sentía por todo su cuerpo. Hubiera querido que nunca se acabara aquello, pero todo tiene un final y ya se aproximaba. Ya quería oír, como en todo gran final que se precie de serlo, la corona de aplausos a su espalda. Un frío sudor le recorrió el cuerpo cuando escuchó
—Estúpido, era Do al final.

DAVID IZAZAGA