viernes, marzo 28, 2003

CFE (proble)Mático
o las trampas de la fe
(Crónica de un día cualquiera)


Puerto Vallarta, México. Viernes por la mañana, se levanta uno con la esperanza de que no haya tanta gente en la cola para pagar la luz, esperanza que pronto se desvanece cuando, al llegar apenas a la esquina, se ve ya la gran fila de gente que, para seguir con las tradiciones, para no olvidarlas nunca, para reforzar su mexicanidad, ha dejado el pago de la luz para el último día antes que la corten. Mi pantano es de esos, así que me aproximo, consolándome porque he traído conmigo un par de revistas y el periódico del día. Antes siquiera de llegar a formarme, observo que otra cola, más pequeña, apenas unas cinco personas quizá, sale del lado izquierdo de las oficinas de la Comisión. ¡Ah, qué alivio!, cómo olvidar que hace ya un buen rato la Comisión Federal de Electricidad hizo llegar la modernidad a Puerto Vallarta instalando un cajero automático, para que uno pague de la manera más rápida y sencilla. Voy allá y desde la pequeña fila observo a la multitud que no abandona la tradicional forma: frente a una ventanilla en donde una señorita, malhumorada, recibe el pago y quizá no tenga ganas ni de esbozar una sonrisa.

Ah, la modernidad, el pago electrónico, la rapidez en el trámite, ¿para qué formarme hora y media si pueden ser sólo diez minutos? ¿Alguien desconfiará acaso de que la sabia y exacta máquina de CFE Mático no devuelva el cambio o bien otorgue recibos falsos? Pobres los desconfiados, porque Bill Gates nunca los volteará ni a ver.

Ni siquiera abrí el periódico, pues creí que tardaría más en hacerlo que en llegar frente al cajero. Pobres los que seguían formados allá, en la fila tradicional. Observé mi recibo detalladamente: soy uno de los favorecidos por el subsidio y me dice también que consumo 2.13 kilowats por día. “Total a pagar: 73.32 pesos”. Luego, leo detalladamente las instrucciones para pagar frente al cajero, no parece muy complicado: pasar el código de barras del recibo frente a la máquina, luego de que identifique la máquina a quien paga, procede uno a meter los billetes y/o monedas con cuidado de hacerlo de la manera que se indica, es decir, al frente y con la carita (de Sor Juana, de Juárez o de Zaragoza) hacia abajo. Y ya, a esperar su comprobante y a marchar por el mundo feliz.

Pero hay problemas, porque ya han pasado más de quince minutos y la fila no avanza. Hay como seis personas delante de mí y todos hemos empezado a desesperarnos. Sucede que quien está pagando tiene problemas porque la máquina no le acepta los billetes nuevos de veinte pesos, pequeño detalle. El tipo se enoja cuando el policía le dice que sólo billetes de veinte pesos de los viejitos. “Pues pongan un letrero aquí”, dice. Nadie le dijo al CFE Mático que ahora iban a ser de plástico y tonto no es, así que los escupe. Mientras, la otra fila, la de quienes se han negado a irse rápido y le han dado la espalda a la modernidad, avanza y avanza. Yo sigo ecuánime, pensando que todo va a ir mejor, ahora que un acomedido ciudadano que está detrás de mí, le ha cambiado sus billetes de plástico a quien está a punto de patear la máquina, para que le meta monedas. Ya está, uno menos. Pero todavía me faltan cinco lugares para llegar. Ahora es una señora la que tiene problemas: no le quiere aceptar sus billetes de cien, el policía dice que por que están “muy arrugados”, así que, ya entrado en gastos, le pide uno y se pone a plancharlo a mano. Como que ya tiene práctica, porque en pocos minutos el billete ha quedado lisito y ya no lo escupe la CFE Mático. Pero son cinco los desgraciados, y bien arrugados. "Señora, pues cuánta luz gasta”, dice en voz muy baja una mujer que está detrás, observando con desesperación el planchado. Mientras, la otra fila, la larga, cada vez se hace más y más corta. Yo empiezo a desesperarme un poco, y de paso inicio el planchado de mi billete de cien, por si las dudas.

Diez minutos después, una persona más deja la fila en la que me encuentro. Ya nomás quedan cuatro, me consuelo, pidiendo a Dios que a quien le toque no le escupa la CFE Mático los billetes. El policía acomedido sigue planchando billetes y la gente comienza a renegar: que cómo es posible que sólo una de las dos máquinas CFE Mático esté funcionando, que mejor me hubiera formado en la otra fila, dice otra señora. Y a muchos nos comienza a latir la idea de irnos a la otra, a la fila más larga que continúa su interminable avance. Pero no, eso sería desertar y mi pantano no es de esos. Otro detalle que tensa más la situación es que en este reducido espacio en el que esperamos no hay aire acondicionado y con el inusitado “calor austral” que se ha dejado sentir por estos días en Puerto Vallarta, la espera parece más larga.

Alguien ha cometido ahora un error esencial, que más tarde nos afectará a todos: como la viejita a quien le tocaba el turno de enfrentarse a la CFE Mático luchaba desesperadamente por meter unos billetes que no le aceptaba, el tipo que estaba atrás de ella decidió hacer su buena obra del día cual scout costeño, cambiándole cinco billetes de a cien por uno de a quinientos. La viejita agradeció el gesto y todos los demás estuvieron a punto de proponer el levantamiento de un monumento para el buen hombre caritativo, pero yo dudé en adherirme, pues vi en su rostro tal ingenuidad, que pensé si no sería el único billete que él traería y entonces, bonita cosa, llegado su turno iba a pasar por las mismas. Y dicho y hecho, el héroe se tornó en villano, porque cuando le hubo tocado su turno, la horda enardecida olvidó la buena obra que había hecho hace unos minutos y pedía su cabeza a gritos. La masa no tiene memoria, se ha dicho ya a lo largo de la vida. Y es cierto.

Huelga decir que la otra fila, la más larga, avanzaba y avanzaba sin detenerse. Ya hacía yo memoria de en qué parte iría de no haber confiado en la tecnología como los otros, los afortunados que ya se habían deshecho temprano de la tediosa tarea de pagar la luz. Con angustia y un dejo de nostalgia veía yo a la señorita que atendía en la caja de la fila ordinaria: esa maestría con la que tomaba el recibo y la precisión al poner el sello, la rapidez de sus manos contando el dinero (que no escupía por estar arrugado o por ser de plástico, eso es muy corriente), su eficiencia sin duda debería ponerla pronto en rápido ascenso dentro del escalafón de la compañía. En cambio la otra, la máquina lenta, la torpe e incapaz de aceptar billetes arrugados o puestos al revés, la fría tecnología que muchos prefieren sobre la humanidad, ahí estaba con su indiferencia. A dónde hemos llegado.

Si no me salí de la fila, sino deserté, fue porque sólo faltaba ya un individuo de pasar. La gente detrás estaba toda encima, desesperada, mesándose los cabellos, con la vista puesta en quien se enfrentaba a la máquina y su incapacidad para aceptar billetes aunque fuera tantito arrugados. El mío ya no lo podía planchar más y mientras pensaba que me iban a dar muchos nervios cuando me tocara, pues decenas de ojos estarían observándome cual inquilino de La Academia que va al baño, escuché cómo la gente se le quería ir encima al muchachito que estaba delante de mí, la razón era sencilla: traía cuatro recibos para pagar. “No es justo”, “de a uno nada más”, “es cajero exprés”, “si hubiera sabido me traigo los recibos de toda la vecindad”, gritaba la gente, queriendo linchar al jovenzuelo que para entonces metía y metía un billete que la máquina, sistemáticamente, le escupía. Yo estaba en medio del linchamiento, sin decidirme cuál causa apoyar. Nunca he estado a favor de los linchamientos públicos masivos, pero tampoco me animaba a defenderlo. Y es que, en ningún lado dice ahí que uno no puede llegar con más de dos recibos o algo parecido. Ante los ojos inyectados de la gente, el muchacho batalló y batalló con los billetes y lo que nadie pensó que sucedería sucedió: a punto de terminar su última operación, la máquina, la infalible CFE Mático, se trabó. Y no quería, por más golpecitos que le daba el policía, por más apretones que le daba el jovenzuelo, destrabarse para que pudiera completar los más de veinte pesos que le faltaban para terminar de pagar.

Todo mundo gritaba, la desesperación hizo que incluso un anónimo karateca frustrado le diera una patada a la máquina, alguien más incluso propuso que la secuestráramos y aunque a gritos pedíamos la llegada de algún responsable, más pronto llegó el anónimo integrante de la sociedad civil armado de una navaja y metió hábilmente la misma en la hendidura de las monedas. El silencio sepulcral de los espectadores hubiera permitido escuchar los chasquidos de una cuiza (*), todos veíamos en ese acto la venganza a nuestra espera: la máquina había sido herida, pero como sucede en la vida real y este relato es de esos, la máquina entonces se destrabó e inmediatamente y sin exigirle el faltante al jovenzuelo, expidió su comprobante de pago. Alivio general, risas y aplausos, no sé si fue mi imaginación, pero creí haber escuchado el descorche de una botella. Para entonces estaba yo, nervioso, metiendo mi billete, recibiendo mi cambio y mi comprobante.

Salí de ahí lo más rápido posible, sin voltear atrás, sólo observando que en el otro lado, frente a la ventanilla ordinaria, ya no había gente esperando. Lo único que pensé fue que la próxima vez no pago en el CFE Mático, ni aunque esté vacío, o me formo como la gente decente, en la fila larga, o de plano me quedo sin luz.

(*) Creo conveniente aclarar, para los que no estén familiarizados con la rica fauna vallartense, que las cuizas son una especie de lagartijas transparentes, como de goma, con grandes ojos, que abundan tanto como las cucarachas en tiempo de calor en Guadalajara. Las cuizas emiten un sonido parecido al que hace uno cuando le avienta un beso tronado a una mujer cuando pasa cerca o al que hacen también ciertas personas (afortunadamente las menos) cuando quieren llamar a un mesero.


DAVID IZAZAGA

(Publicado por PuntoGe)

Y en el principio, la Nutria hizo que le abrieran un blog, y se internó en sus misterios...