viernes, mayo 23, 2003

Este texto que no había encontrado cobijo en ningún lado —seguramente por sus postulados francamente incendiarios—, lo ha encontrado finalmente aquí. Aquellos que compartan mis sufrimientos y gusten adherirse al movimiento, estén atentos, que antes de que Martha Saghún diga que sí va por la Presidencia, nosotros estaremos saltando de la clandestinidad a la dominación del mundo, Pinky.


La cofradía de los arrugados

"Planchar es una ciencia oculta", me dijo una amiga hace unos días. Y la cara me brilló de felicidad, como alegrándome ante el encuentro con alguien más que comparte mis angustias ante las nimias pero determinantes insignificancias que se topa uno por la vida. Encontré, pues, las razones y fuerzas necesarias para fundar una fraternidad, para iniciar con la adhesión de todos aquellos (que de seguro los habrá por millones) que se identifican con nuestros principios, que son —a saber— muy simples y que por supuesto expondré más adelante, una vez que haya planteado mis argumentos, que —repito— estoy seguro son los de muchos.
En las generaciones anteriores había el suficiente tiempo disponible para que las amas de casa fueran adentrándose en la ciencia oculta del planchado: iniciaban con pequeñeces como conocer la temperatura de la plancha (quemada de por medio) y continuaban con el conocimiento de cada uno de los distintos materiales a plancharse, amén de pasar por diversas lecciones tales como la forma, estilo y manera de llevar a cabo la acción del planchado.
Hoy las cosas no son como antes. Aparte de que la mujer tiene ya —en la mayoría de los casos— que trabajar, el tiempo se ha reducido para aprender dicha ciencia oculta, porque antes hay que saber computación, idiomas, ocuparse de la comida y, en fin, miles de cosas de la vida moderna. A nuestras abuelas la vida se les fue en la cocina y el planchado. Hoy, ya dije, no puede ser igual. Porque además, mientras la ciencia ha encontrado sofisticados mecanismos para hacer más fácil y rápida la vida moderna (pongamos por caso las cada vez más veloces y completas lavadoras o bien los hornos de microondas, que un día de estos nos dan la sorpresa y cocinarán ya hasta paella), la plancha sigue casi igual. ¿Por qué? Porque es una ciencia oculta.
Las planchas más modernas son transparentes y aerodinámicas y si acaso tienen un letrerito en el que se lee el nombre de las diversas telas y entonces uno sólo tiene que colocar la palanquita sobre el nombre de la tela que va a planchar (acto que fracasa cuando, por el uso de la prenda la etiqueta está ya medio borrada y ahí anda uno adivinando si aquello que se pone es lino, horganza o algodón) y se encomienda uno a Dios. Mientras ya hay televisiones interactivas, la plancha sigue sumida en la ambiguedad de esperar a que la mano la lleve por los azarosos caminos de una tela a la que terminará maltratando por el efecto del calor, en el mejor de los casos. ¿Por qué pretender creer que uno puede mantener el cerebro puesto en la acción de la mano conduciendo el camino de la plancha sobre la superficie arrugada, una camisa que nos urge ponernos porque se hace tarde? Y es que hay que tener la cabeza en otro lado mientras uno plancha: la vida, esta vida, nos obliga a hacer una cosa con la derecha, otra con la izquierda y mover la cuna del niño con el pie. No podemos entonces perder minutos valiosos exclusivamente concentrados en ir trazando intrincados y lisitos caminos sobre el pantalón, cuidando que la maldita raya quede derechita. Porque ya llevamos diez minutos de retraso y hubiéramos llegado puntuales, de no ser porque por más que pasa uno la plancha sobre la prenda, esa arruga no se quita, como si hubiera nacido con ella. ¡Diablos!, ¿a quién se le ocurrió que había que caminar por la vida muy planchados, sin arrugas y con la ropa como si la trajera puesta un maniquí?
¡Por favor!, mucho menos con este clima en el que uno suele convertirse en una especie de caldera viviente. ¿Para qué pasarse la mañana desarrugando la ropa que en media hora se volvera a arrugar por el efecto del calor, el sudor y los vaivenes de la actividad cotidiana?
Por todo esto y más es que hemos decidido fundar La Cofradía de los Arrugados, que tendrá como su lema: "Mueran los planchaditos" y que una vez logre transitar de la rebeldía clandestina al poder, mutará su lema al de "Vive arrugado, vive feliz", que además es el estadio máximo al que pretendemos llegar.
¿Qué pasa si una camisa o una falda tiene o no tablón? ¿Deja acaso de ser fina o le da más o menos presencia a quien la viste?
Basta de ridiculeces y de simulaciones: mientras la ropa esté limpia, lo arrugado hasta puede ser no una moda, sino toda una propuesta de vida.
Y que no nos vengan con que hay ya productos novedosos que en un dos por tres nos harán más fácil la planchada, que una ciencia oculta no admite de improvisados charlatanes. Recordemos con veneración a nuestras abuelas que —cual chamanes— dominaron la técnica y aceptemos la realidad gritando a los cuatro vientos: "el mundo es de los arrugados". Faltaba más.

DAVID IZAZAGA