viernes, abril 25, 2003

Esta es la historia de mi vida, aunque recrudecida: siempre (los que me conocen lo saben) he sido proclive a sudar hasta cuando le cambio de canal a la tele con el control remoto, pero en Puerto Vallarta, en la época de calor (que "llega con la madre y se va con el cartero", dicen) (explicación rápida para los de lento aprendizaje: inicia el 10 de mayo, termina el 12 de noviembre), la situación es intolerable. El siguiente textito fue publicado recientemente por el diario Público de Guadalajara, a petición de mi buen amigo Antonio Ortuño.


Sudo

Sudo. Sudo copiosamente. No paro de sudar todo el día y toda la noche. Es casi imposible escapar de sudar, apenas el tiempo en que entro en algún restaurante con aire acondicionado, o bien cuando, por el sólo hecho de escapar algunos minutos de estar sudando, entro en alguna tienda para ver zapatos, diademas o perfumes que no compraré, pero que finjo interesarme en ellos por escapar del calor.
Pero no puedo pasar ahí todo el día y cuando salgo, al intentar apenas salir, al abrir la primera puerta, todavía sin tocar del todo el piso con la suela del zapato, las primeras gotas de sudor comienzan a resbalar por mi frente.
Porque es tenaz el calor y me ha esperado afuera para abalanzarse sobre mí en cuanto nuevamente estoy a tiro.
No puedo correr para escaparme del calor y no sudar, porque si corro estaré sudando el doble. Sudará entonces mi sudor y yo con él. Porque este calor es tan abrasador, tan penetrante, que ninguno de los miles y miles de poros que tengo se escapa de sudar. Sudan todos al mismo tiempo. Soy un cuerpo mojado todo el día.
Entro a mi oficina e intento escapar al calor que ríe porque me hace sudar, y lo logro. Pero sé que sólo será una pequeña tregua. Porque en cualquier momento tendré que salir y ahí estará entonces otra vez ese calor insidioso para echárseme encima y ponerme a sudar. No importa cuánto tarde, es tenaz —ya dije— y esperará a que salga. Lo veo desde dentro de mi oficina cómo intenta entrar por algún orificio, cómo se pega a los cristales, cómo está ansioso por hacerme sudar.
Cuando camino, a cada paso que doy, siento cómo decenas de gotas de sudor resbalan por todo mi cuerpo. La calle es una gran sartén por la que con rapidez me muevo para evitar quedarme pegado en ella y que una gran pala me despegue y me cocine y ya frito me lleve a que me devoren con gran rapidez. El calor me hace delirar y mientras camino y voy pensando, veo cómo mis pensamientos se escurren con las gotas de sudor que van cayendo de mi cabeza al suelo. Pronto entro en alguna casa y busco un ventilador que me ayude a espantar el calor de mi cuerpo, y de nuevo lo logro, pero otra vez mi triunfo volverá a ser pasajero, porque en cuanto me mueva volverá a mí, como “la maldita primavera”, el sudor, y no me abandonará.
Estoy consciente de que son sólo unos meses los que hay que aguantar este calor encimoso y pegajoso, pero son los suficientes como para estar temiendo —los otros en que no hace tanto calor— a que nuevamente llegue y se me abalance encima.
Ahora estoy protegido, pero pronto tendré que salir de aquí y ya sé que el calor me estará esperando, escondido en cualquier esquina, para ir tras de mí y hacerme sudar. Ya estoy sudando nomás de pensarlo. Y el calor vuelve a triunfar.
Sudo.

DAVID IZAZAGA